Como decía la canción, mucha pena es la que siento cada
mañana cuando tengo que despedirme de mi bichito para ir a trabajar.
Hay mañanas peores y mañanas mejores, pero en todas ellas me
acompañan pensamientos bipolares: por un lado, estoy tan cansada de haber
tenido que madrugar tanto que prefiero que se quede dormida hasta que me vaya,
pero por otro, ¡no la veré hasta por la tarde!, y quiero que se despierte y
poder pasar con ella un ratito. Por un lado, si esta despierta tardo muchísimo
más, porque un bebe de dieciséis meses no sabe que a esa hora hay que correr y
no se puede jugar; por otro lado, ¡cómo no verla hasta la tarde! Por un lado,
me horripila obligar a mi hija a tener que levantarse de 6.30 a 7; por otro
lado, ¡quiero pasar un rato con ella!
Y por estos pensamientos esquizofrénicos voy discurriendo y
corriendo mientras desayuno, me arreglo, le doy besos, la amamanto y miro el
reloj sin cesar…
Y sigo sin comprender que está sociedad enferma nos obligue a
esto cada mañana, por seguir anclada en la cultura del presentismo, o lo que es
lo mismo, del calienta sillas, del atasco, de los niños aburridos en la
guardería, esperando unos padres que se mueren por llegar, pero que no llegan.
Así que sí, todo esto me da mucha pena, penita, pena.